La dictadura hacía eco en el mundo, mientras que en Chile se resistía a través de construcciones artísticas
y culturales, a través de medios de comunicación que desafiaban la censura, a
través del baile, del canto y de los trazos de colores. Un Chile que no perdió
la esperanza y que se vistió de fiesta cada vez que pudo con la “alegría ya
viene” y con cuánto poema pudiera deleitarse.
La dictadura significó dejar a un Chile dolido y
desencantado. No es posible limpiar la hoja donde las armas se impusieron antes que el diálogo,
porque cada arma fue un símbolo de poder represivo que ignoró la propia valía humana.
Hoy, a 46 años del estallido del
terror, Chile se construye desde los
fundamentos democráticos, pero sin poder olvidar a los desaparecidos que fueron silenciados, a
las mujeres que aún buscan a sus hijos para darles digna sepultura, a los
torturados que tienen sus heridas marcadas, y quienes todavía creen que esa memoria
colectiva debe ser reparada.
Somos niños contando una
historia, construyéndola y queriéndola para expresar que creemos en el respeto y la
diversidad, en las ideas que no son nuestras, sino que se comparten cuando se hacen con honestidad.
La dictadura dejó heridas, pero
también la convicción de que la justicia es posible, que los cantos de
esperanza sirven, que el arte sí
trasciende en las esquinas y que resistir en ese arte, también significa dar lucha
dialogante y pacífica.
Creemos en una sociedad
igualitaria, generosa y desafiante. Y ese desafío tiene que ver con la
capacidad de ser tolerantes, con el deseo de serlo y de poder sostenerlo en el
tiempo.
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